sábado, 5 de septiembre de 2015

¿Qué es lo que no queremos decir ahora?

Por un buen tiempo, ni el hombre ni la mujer del sector acomodado limeño hablaban de sus ingresos. Era poco menos que un requisito para llamarse a sí mismos gente decente. Su actitud -diría que influida por el catolicismo y el régimen aristocrático- se manifestaba en la naturalidad con la que abrían  sus arcas y gastaban lo que tenían. Seguro que no dejaban de dar una limosna a los pobres, pero sobre el trabajo, el esfuerzo y su recompensa hacían mutis. De otro lado, las señoras de la élite se diferenciaban del sector no pudiente por una parada en la peluquería, un traje hecho a medida, un par de zapatos y un bolso de cierto precio. Alguna joya. Un pañuelo. Siempre un perfume. Todo muy bien, todo muy fino. ¡Eran regias!  
Hablemos ahora de la versión femenina nunca incluida en el rubro de la decencia limeña. Un tipo de mujer que se cobró la revancha a fines de los años ochenta, cuando los diarios dijeron haber descubierto lo que le gustaba a la gente: la destapada. O, mejor dicho, la calata. Ojo. El movimiento de liberación estaba fresco, así que los editores tuvieron que buscarse una coartada. Resolvieron dar la palabra a sus entrevistadas. De allí la circulación de frases memorables. Me gusta exprimirlos como limón de emolientero. Hago el amor como nadie. No encuentro al hombre que me haga mujer.
A la par que la prensa, la televisión comenzó a hacerles guiños. Un buen número de intelectuales, que acusaba al aparato de mantener al pueblo en la ignorancia, hizo la pelea en vano. La mujer de las zonas marginales se volvió devota de la caja boba y extendió su afición a sus hijas. ¡Qué dicha! Las niñas crecidas de cara a la pantalla lograron meterse dentro de ella. Digan que no. Forman hoy  parte del grupo de desinhibidas, enfundadas en shorts y camisetas de generoso escote que ganan billete a lo grande.
Para las nuevas regias, ya no es cosa de ir a la peluquería. Lo suyo es el salón de belleza, un local decorado con detalles hightech, donde al toque de un experto en materia de cortes, peinados y coloraciones, se suma la labor de manicuros, pedicuros, maquilladores y depiladores. Una facción del ejército nada invisible que las interviene para hacerlas lucir como diosas radiantes. Por su edad, las chicas de la tele no tienen muchas arrugas que disimular. El maquillaje debe ser sólo el toque que les impida lucir pálidas ante los reflectores. Los labios engrosados. Las uñas pulidas con un verde o celeste, mejor si el color está  matizado con estrellitas que hagan pensar en la superficie de un firmamento propio. Así y todo, estas nuevas regias andan pendientes del cirujano plástico que se hace cargo del lifting y del aumento de pecho. Del especialista dental, mago del blanqueamiento de incisivos, premolares y molares. Imposible dejar de mencionar a la nutricionista que las ayuda a mantener las formas. Y a la masajista. No vaya a ser que la rescatada culinaria de la capital, les regale unos rollitos.
En este punto, les hablo de mi nuevo proyecto. Entra primero a escena una mujer extraída de la atmósfera de Edith Warton, la aristocrática newyorker de la que partió Scorcese en La edad de la inocencia. Day Lewis, Winona Ryder, etcétera. Para velar la identidad de mi personaje la llamaré la condesa Limoska. El titulo le viene de Lima, a la escala que corresponda, y del personaje de madame Olenska, la aristócrata de la novela de Warthon.
Desfila a continuación, una criatura de Anita Loos, autora que se hizo célebre con Los caballeros las prefieren rubias, también una película protagonizada por Marilyn Monroe. Esta segunda mujer, la Jessika, procede del ambiente de la tele. Los destinos de ambas féminas se han cruzado en un accidente. Los carros en los que viajaban, cada uno manejado por su chofer, han chocado. El hecho ha tenido lugar, como dicen en los noticieros, en la esquina del Museo de Arte Contemporáneo y la bajada a la Costa Verde.
Me falta un detonador para que, tras visitar las dos una muestra del MAC y salir insatisfechas, decidan  escribir  al alimón sus biografías. Adelanto que en algún momento son iluminadas por el insight psicoanalítico. La una se ríe de la contención que la ha llevado a detenerse siempre, justo al filo de lo que no se dice; y la otra, de su peculiar estilo de decirlo todo sin decir nada.

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