miércoles, 9 de octubre de 2013

mirada privada, espacio público

Washington D.C.. El cierre de los museos de la Smithsonian Institution me ha puesto en plan outdoors. Tercer día que dejo el hotel y me mezclo con la gente local para caminar entre edificios. Comparada con Nueva York, Washington es una ciudad menos alta y, quien sabe porque su cielo no se esconde entre los skyscrapers, suscita preguntas que tienen que ver menos con el espacio que con el tiempo. Mientras caminaba elaboré tres versiones de mi misma inquietud.  ¿Por qué resultaba tan presente Grecia en el país de Jefferson? Las otras dos: ¿por qué  la suma de  líneas   simples que se organizan con simetría, proporción y equilibrio? y ¿cómo así el neoclásico? 
Tuve que refrescar información. Jefferson, el tercer presidente de EE.UU., fue también arquitecto y nada casualmente anti monárquico. De allí el despliegue de imaginación y poder que puso en marcha para diferenciarse de las ciudades que gobernaba George III, rey de Inglaterra. Su primer edificio, diseñado mano a mano con un arquitecto francés, fue el actual Capitol Center en Richmond, Virginia. La obra inoculó un virus arquitectónico en el resto del país. El hemisferio norte del Nuevo Mundo se llenó de frisos, columnas y capiteles. 
No niega que otras edificaciones parezcan fortalezas del estilo románico. Doblemente desafiantes cuando se trata de iglesias, sean éstas de fe católica, baptista, episcopal o mormona. Lo suyo es dar  a entender que han perdurado  a través del tiempo. El turista busca en su interior un poco de quietud y lo encuentra  gracias a la altura de los techos  y a la luz sutil que se cuela a través de los vitrales. Uno mira las bancas.  ¿Me siento o me arrodillo? 
El ambiente es distinto por cierto, a esas otras islas contemporáneas de tranquilidad:  los cafés de la cadena Starbucks. En este viaje me he dicho irreverente, que para el turista la providencia es el  wifi. Luego conciliadora: la humanidad ha dado lo mejor de si para diseñar ambos  espacios. 

  Ayer me atreví a salir de la ciudad  para ver el aeropuerto de Dulles (había aterrizado en el Reagan airport). La  transacción telefónica  con la compañía de shuttles me llevó a hacer a un lado los sobreentendidos. Mantuve un diálogo breve que decidí considerar  sólo un paso para la humanidad, pero un gran salto para mi. 

  –¿How many baggages?– me preguntaron.

No luggage–respondí- 

–Excuse me?

–Sorry. I just want to visit the building.  

–... Hold on.

Era más económico que un taxi y podía tomarle el pulso a los pasajeros que contratan una Van para ir y venir del aeropuerto. En fin. Tras ventitantos minutos de viaje en una carretera rodeada de verde, llegamos. Tomé algunas fotos del espacio que se inauguró  en 1962. Lo diseñó el finlandés Eero Saarinem, El techo recuerda un pankake. Reposa sobre unas columnas que parecen salir volando ni más ni menos que como el pasajero. Los pilares evocan con abstracción las columnas del neoclásico. 
La arquitectura estaba entonces  al servicio de la imaginación. Eran tiempos en los que resultaba un placer viajar en avión. Imposible afirmar lo mismo hoy, cuando antes que nada hay que quitarse los zapatos,  el cinturón, el reloj, una que otra joya y aún así se corre el riesgo de ser detectado por un timbre. La empleada de aduana dirá entonces: los  brazos al lado del cuerpo. No se mueva que voy a tocarla. Ocurría en mi adolescencia con los cowboys, en las series del lejano oeste. Me digo: Imposible ser uno quien aplica su mirada privada al espacio público. Más bien, quien sufre la mirada pública en su espacio privado.

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